Cuajada Conde del Jazmín

De qué trata el libro

Prólogo

Capítulo IV – El bautismo del Conde

Capítulo XI – La Junta

Comentarios de la Escritora

De qué trata el Libro

Julio César Cardona, alias Cuajada, Conde del Jazmín, entró en el pueblo de “los cuyabros” como un extraño y salió de “la ciudad milagro” en forma de leyenda. Ahora, su historia narrada por la escritora colombiana Gloria Chávez Vásquez, viene a resucitar la memoria de este personaje, de manera tal que nos lleva por la mano de visita por Armenia, su nativa tierra (recientemente destruida por un terremoto) con la ventaja de quien regresa al pasado con el conocimiento del futuro.

En este relato novelado, un híbrido de crónica y novela, Chávez Vásquez introduce al lector en la época, y le suministra los elementos históricos necesarios para, de manera objetiva y directa, presentar una imagen clara del problema socio-político de la primera mitad del siglo en Colombia. Más que la biografía de un personaje, “Cuajada, Conde del Jazmín” es el retrato de toda una sociedad. Más que el perfil de una locura, lo es de la tendencia humana a la violencia.

133 Pgs – Precio $ 9.95 US herencia.books@verizon.net

Prólogo

Cuajada, loco de remate (también lo era Don Quijote), brota como realidad viva en un pueblo colombiano (Armenia, Quindío) y trastorna, con su excentricidad, vestimenta y verbo, la continuidad pausada de los pueblos. Donde la originalidad del personaje, Conde del Jazmín (también, como Don Quijote), hecho caballero, no por ventero y mozas de ventas sino por lavanderas que se acomodan con riego de jazmines, a la fantasía del loco. Talabartero que nutre su locura, no con libros de caballería, sino con los de Derechos.

Varias líneas marcan al personaje: no se parece a nadie; se adentra en la historia esencial de su pueblo; aparece con sorpresa inaudita; por chispa sube hacia el alma de sus semejantes; defiende al pobre y al bien social; tiene agilidad en el diálogo y no sabe a locura su decir sino a exacta cordura pero en sorpresas. Vive, trasciende, puntualiza, abre, con su aparente y repentina prontitud, caminos nobles y virginales.

El mayor mérito de Gloria Chávez-Vásquez, consiste en saber ver, sentir, guardar y en ese recoger, sumar, idealizar, combinar y definir mitos, realidades, leyendas e historias. Lo más logrado en estas leyendas es el haber sabido airear ángeles, diablos, espíritus en aleteo y este loco que parece -y muchas veces es cuerdo hasta la exactitud.

Un aspecto singular de esta historia, está dentro de las líneas especiales que en la literatura de la escritora colombiana, asoman ya en sus libros anteriores: su inmersión en los misterios. El mismo Cuajada le dice a la niña Amanda, marcando así su seguridad, como creadora, de la autora: “ni demonios ni ladrones se atreverán a desafiar tu magia”.

En el conjunto de las estampas hay una línea vertebral, Cuajada. Personaje hecho mito o mito que brota como personaje y que por su proximidad, se nos hace real y, como Sancho, habla a las lavanderas como señoras y ellas, como las mozas en asnos a la salida del Toboso, quedan espantadas por no reconocer en él su realidad social. Otros aportes que enriquecen el conjunto, son la crítica social honda y seria, los colombianismos oportunos, las extravagancias y osadías del loco, su vestimenta, el encariñamiento e identificación de la autora con paisaje y paisanaje, las historias que se intercalan para dar fondo social y vivencias de ciudad, región y nación.

De todas las locuras de Cuajada, que son tantas, me quedo con la de dejar a la novia porque ésta escribió amor con H.

Odón Betanzos Palacios
Academia Norteamericana de la Lengua Española
Nueva York

El Bautismo del Conde

Imagen1El del Quindío en primavera era un sol directo, benévolo y oloroso a hierba. Típico del trópico, pero exclusivo de esa hoya acunada por la cordillera andina y casada con la meseta donde está asentada Armenia. Los reflejos plateados del astro del mediodía sobre la superficie del río, ofrecían un espectáculo muy singular. Como multitud de cocuyos, los destellos fluctuaban en el agua y brindaban la ilusión de un gigantesco joyero enclavado en el verdor eternamente esmeraldino del lugar.

Las pisadas de las mujeres sobre la tierra, cobraron velocidad impetuosa a medida que descendieron la ladera. El peso de los bultos de ropa sucia, equilibrado en sus cabezas, se añadió a la descarga natural de los pies endurecidos, desnudos algunos, protegidos otros sólo por la débil plantilla de la alpargata, ahogando al fin el nostálgico repicar del campanario franciscano.

Se turnaron para atravesar con su encomienda, haciendo gala de equilibrio y coreando a medios gritos el paso de sus compañeras, primero las que entraban y luego las que iban llegando al otro lado. El murmullo romántico del río y el encuentro apasionado del agua cristalina con las piedras, avasallaron a las mujeres de tal manera, que sus sentidos se embriagaron de libertad. Ellas, las seis, en todas las edades, dieron rienda suelta a la alegría.

Cuando llegaron al islote empedrado, en medio del hondo cauce, se afincaron en sus respectivos territorios, descargaron los bultos y con ellos improvisaron mullidos cojines. Aflojaron sus vestiduras, adaptaron los sayones como si fueran mamelucos y se quitaron las chancletas, optando por un contacto más directo con las piedras.

—¡Ah! ¡esto sí es vida! —exclamó Carmelita, la adolescente rubia y delgada.

La “vieja”, que aparentaba menos de cincuenta, sacó un tabaco que llevaba escondido en el ruedo de una de las batas sucias. Jesusita miró con picardía a Rosaura su sobrina, una muchacha regordete que la seguía de cerca como si existiese entre ellas un cordón umbilical. La sonrisa de su tía, casi por completo desdentada, promovió la risa de las mujeres.

—¡Ay doña Jesusita! ¡se la va a comer el vicio! —observó Rafaela, muchacha alta ella de buen cuerpo y caminar muy firme.

—No exagerés ole- se defendió Jesusita añadiendo —¿cómo va a ser vicio un tabaco al mes?

—A la semana- rectificó su sobrina.

—¡Eso es lo que confiesa ella, pero quién sabe cuántos le roba diariamente al marido!

—Como se ve que no estás casada con el tacaño de Elías— rezongó Adelina.

—Y ¿quién trajo otra cosa en que entretenerse? —preguntó Migdalia, la mujer de cabellera negra y larga con aires de matrona.

—Yo traje unas astillitas de canela para masticar —apuntó Rosaura.

—Si, habrás estado esculcando la alacena y descompletando las del desayuno del viejo- le reprochó Jesusita.

—¡No señora! Ahí quedaron todavía.

—Pues, yo traje las cartas de la baraja- reveló Rafaela, sacándolas del seno.

—Ay, qué bueno Rafaela. Hace rato que no me adivinan la suerte —exclamó Adelina.

—¡Qué suerte ni qué ocho cuartos! ¡Vamos a jugar un siete! —impuso Jesusita.

—Ya habrá tiempo cuando acabemos. Pero apuesto que nadie trajo plata —dijo Rafaela.

—No, pero traje fiambre —contestó Carmela.

—Te lavo la mitad de los chiros —ofreció Migdalia. —Nos los repartimos por si ella tiene tiempo de adivinarnos el futuro.

Por la cantidad de ropa del bulto de Jesusita, podía deducirse que Elías era un viejo aparentón que se cambiaba todos los días para impresionar a las hijas de los ricos que iban a lucir sus trapos a la iglesia. Camisas y pañuelos estaban impregnados de un aroma combinado a tabaco y a licor que ofendía la fresca brisa del valle. De otro lado, el paquete de Adelina, denunciaba más muchachos de los que ella y su marido podían criar sin necesidades. Que los tenían “por no ofender a Dios”. Que el más grandecito, que tenía trece años, todavía se orinaba en la cama y que el resto del reguero humano que convertía en esclavitud la vida de una mujer aún joven, todavía bonita, “era el castigo que le impone al alma el cielo —como decían los curas— para exorcizar los demonios de la vanidad”.

—Y a vos ¿quién te adivina? —le preguntó Rosaura, desviando por un momento su atención de la labor de enjabonar la ropa.

—Nadie. ¡Reto al que me diga tres o cuatro cosas que ya no las sepamos yo o m’hijo Miguelito!

—Pues, aparte de que sos viuda y que tenés un barrigón- puntualizó Jesusita soltando una bocanada de humo.

—¡A ver m’hijas! —invitó Carmelita, que había preparado su piedra de fregar y se disponía a iniciar su labor.

—Empezá vos —decidió Rafaela, ya mis esclavas te van a hacer compañía. Misteriosa, la mujer sacó una gastada baraja.

***

Satisfecha su necesidad de atisbar en el futuro, el grupo se afanó a terminar, buscando para siempre deshacerse de la mugre y el mal olor, golpeando, retorciendo y sacudiendo las ropas que vestían los maridos, los hijos, los hermanos.

—¡Que bueno sería, tener un genio que lavara ropa!- deseó Carmelita.

—Eso ya existe —le informó Rafaela ¿no has visto las lavadoras automáticas en el cine?

—Yo nunca he ido al cine. Pero lo que me han dicho es que todo lo que se ve ahí es mentira —aseveró Rosaura.

—No, boba. Qué va a ser mentira. Lo que pasa es que son cosas de otro mundo.

—Pues a lo mejor eso es lo que quise decir.

Y animadas por las risas, Rafaela y Migdalia iniciaron la canción que les hacía más mella en sus almas, soñadoras empedernidas.

—El tren lento va partiendo… sobre los rieles de acero… —las demás mujeres se unieron a la ilusión … ! —Ay, ya se va…

—¡Silencio! !Cállense! —ordenó Jesusita escondiendo el tabaco al escuchar unas pisadas.

—Shhhito! —insistió Migdalia.

—¡Ay no se puede hacer más silencio. El ruido lo hace el río! —protestó Carmelita.

Aprensivas aguzaron el oído, midiendo primero la distancia que las separaba del supuesto peligro. Escucharon, atemorizadas, su cercanía. Vieron la rara figura aparecer, por entre los matorrales.

Vestía como un extranjero. Como los cazadores de otros continentes. Protegía sus piernas con botas de cuero café gastado. Cargaba un envoltorio del que sobresalían tallos y flores. El temor colectivo disminuyó cuando observaron de cerca al desconocido. Era un hombre ya maduro, de configuración delgada, de ojos oblicuos y apretados, nariz grandota y sonrisa burlona, inofensiva.

—¡Buenas tardes señor!  —ofreció Jesusita estudiando cuidadosa las intenciones del extraño.

—¡Ah! las sirenas de mis cánticos —fue la respuesta del grotesco pero sofisticado personaje.

—Mi nombre es Julio César, tocayo del de la antigua Roma. Mi apellido Cardona, el que ha distinguido a los de mi estirpe por más de ocho generaciones.

Las mujeres callaron, tratando de entender lo que sonaba a jeroglíficos.

 

conde—Nada temáis mis dulces ninfas. Soy hombre de bien. Amante de la naturaleza. Respetuoso de vuestras trabajadoras mercedes —aseguró con dulzura, sin dejar de sonar enajenado.

—¿Qué se le ofrece señor? —le interrogó Rafaela alertando con su suspicacia a las demás.

Cardona miró extasiado las montañas, aspirando una bocanada de aire puro. Luego, sacando un ramo de jazmines del envoltorio, lo brindó con parsimonia a las cautelosas lavanderas.

—¡Mujeres de mi vida! ¿Quién ignora la belleza de vuestro espíritu regenerador? Hoy es un día especial para mí —continuó— y para todas aquellas criaturas que tengan a bien compartirlo.

—Señor — dijo Rafaela— si viene a vender flores, no tenemos ni el tiempo ni la plata para comprarle. Si viene a pasar el día por estos lados, sírvase no interrumpirnos el trabajo porque los maridos nos esperan en las casas pa’que les vayamos a cocinar.

—No es mi intención, nobles damiselas, perturbar vuestra labor. Llanamente os suplico que como criaturas que sois de este noble valle, me sirváis de testigos en esta fecha señalada por mi hado para el comienzo de mi gloria.

—Y este loco ¿de dónde se escapó? —se preguntó Jesusita retornando más tranquila a su tabaco.

—¡Déjelo tía, está de lo más gracioso! —suplicó Rosaura.

—Bueno, pero manténgase bien lejos porque si viene uno de los hombres le va a caer a golpes.

—Hoy nadie tiene más remedio que rendirme pleitesía —sentenció Cardona, escogiendo un claro en la orilla empedrada para colocar el envuelto y comenzar con toda ceremonia, a despojarse de su ropa.

—¡No, no haga eso por favor!— le pidieron las mujeres, cerrando los ojos y dándole la espalda en el momento que empezaba él a remover sus pantalones.

—Quizás os deba aclarar que de acuerdo con los sagrados ritos de mis antepasados, hoy, que cumplo la mitad del tiempo que me queda en este mundo, se me ha citado aquí para ser objeto de una ceremonia.

—¿Ceremonia? ¿Se va a casar? —dijo Carmelita sin esperanzas de una respuesta muy sensata.

—Es una ceremonia en la que participan mis maestros invisibles y representantes de las nueve comisiones —informó a las cada vez más confundidas lavanderas.

—¿Qué va a hacer con esas flores? —quiso saber Adelina.

—Tan pronto me sumerja en el río, vosotras, si no es mucha molestia, deberéis pasarme los jazmines por el cuerpo. Luego debéis tirarlos de inmediato al agua.

El eco de las nerviosas carcajadas se confundió con el chapuceo del hombre al caminar dentro del agua.

—¿Lo desnudamos? se consultaron maliciosas.

Tímidamente, las mujeres se acercaron a Cardona; cogiendo cada una su jazmín, abandonaron la orilla para entrar en las refrescantes aguas.

—¡Si mi marido me viera! —imaginó sonriendo la Migdalia.

—Tiene cuerpo de corredor —comparó Rafaela con su único punto de referencia.

—No tiene ni pite de barriga —observó Carmelita.

Inspiradas por el olor de los jazmines, y la ternura de sus pétalos, las figuras femeninas se dejaron llevar por la fuerza arrolladora de la corriente.

—Los maestros invisibles acojan en su recinto al hombre que muere hoy para dar paso al sabio! —recitó Cardona. Luego agregó: —Dad la bienvenida al conde del Jazmín.

El cuerpo largo, esquelético, tonificado por el frío emergió a la superficie. Abriendo los brazos, permitió que una de las mujeres colocara, a manera de toga, una sábana en sus hombros. Con entusiasmo infantil, las mujeres se llegaron a él para delinear con la caricia de las flores, aquel cuerpo que el tiempo ajaba inmisericorde. En estado de éxtasis, lanzaron los jazmines en el río, donde la corriente los devoró en su viaje sin regreso.

—Entonad ahora un himno —pidió el personaje— y tendréis en cambio mi bendición eterna.

La Junta

—Este tipo sí es muy incumplido, no joda —protestó Alfonso ante la tardanza del alcalde.

—A este paso no celebraremos ni el centenario —exclamó Germán, la impaciencia concentrada en su estómago.

Llevaban años arando con los mismos bueyes. La gente no aprendía la importancia de estructurar el tiempo y las ideas. El concepto de tiempo, mucho menos el ajeno, no era precisamente una prioridad, ni aun dentro de las instituciones más independientes. En el proceso, los más serios habían tratado inútilmente de educar en forma individual o colectiva a los líderes de turno que parecían no tener metas ni objetivos inmediatos, como no fueran los personales.

—Por eso es que por aquí la gente ni se muere. Porque todo lo dejan para más tarde..Definitivamente somos una raza de procastinadores —concluyó Germán tratando de diluir con un poco de humor la molestia, que se transformaba en jaqueca colectiva.

Tenían ahora la difícil misión de vender una idea a las especies municipales que se congregaban aquella noche con el propósito de coordinar las fiestas aniversarias. Las festividades habían tenido su origen en la celebración de la cosecha cafetera y tradicionalmente se realizaban en el mes de octubre. Alfonso y Germán habían discutido durante largas horas la idea que venía atosigándoles las mentes. De ser aceptada, deberían someterla a votación entre los miembros de la junta.

“La gente no piensa sino en bailar, tomar trago y comer con los ojos y las mentes de las reinas”, había escrito Gómez ese día en su columna periodística. Sólo esperaba que la hubieran leído algunos de los que allí se reunían aquella noche.

“Ya es hora de añadirle colorido a unas fiestas que se tornan densas y aburridas a falta de originalidad. Aparte de música y jolgorios hay que agregar un poco de mística y simbolismo a la cultura de un pueblo que se transforma en ciudad.”

Hora y media más tarde, y al arribo de don Argemiro, que no se dignó excusarse, la junta inició sesión. Los coordinadores calculaban que ese año acudiría a las fiestas, el tradicional desfile de curiosos, parranderos y emigrados, convalecientes y nostálgicos que se acercaban a la ciudad como abejas al panal. Como parte de la introducción al programa, la señorita Matilde Vélez, que había sido reina del café hacía medio siglo y por tanto tenía mucha experiencia, leyó entusiasmada, la lista de comerciantes que ese año patrocinarían el evento.

—Rafael Briones está donando un salón para el círculo de periodistas —anunció entusiasmada.

—¿No es este señor Briones —preguntó discreto el inspector de policía, -el contrabandista a quien se acusa de haber violado a media docena de jóvenes en los pueblos aledaños?

La decena restante en la comitiva no se atrevió a emitir sonido, limitándose a asentir al unísono. El silencio de don Argemiro, invitó a los demás a hacer caso omiso del comentario. Germán intercambió miradas con su colega. Ya en el pasado había rehusado él asistir a varias reuniones en la que sus colegas rendían homenaje al mencionado individuo. No había nada que le impidiera ahora escribir una nota crítica sobre el asunto.

Alfonso comentó por su parte, que las rondas espectaculares habían aumentado y los mercaderes oportunistas hacían de octubre su diciembre: los constructores de casetas, los expendedores de licores, los vendedores de pólvora y de cachivaches, el tradicional museo de cera y las corridas de toros. Todo lo cual dejaba una estela de tragedias, que el ciudadano afectado se encargaba de resolver a su manera y sin la asistencia gubernamental.

—Hay que ver cómo se previenen los regueros de basura que dejan los que vienen a hacer dinero a costa de la gente. 0 los muertos que ocasiona la negligencia de los vendedores de licor y de pólvora —observó Alfonso.

—Sin contar con la bulla que hacen las orquestas, y los músicos de todas las clases y niveles —recalcó la señorita Matilde.

—Todas esas actividades contribuyen anualmente a aliviar el déficit Presupuestario —comentó don Hernando, el anciano Secretario de Obras Públicas.

—Sí, pero a juzgar por la naturaleza de las diversiones —agregó la señorita -aquí hay que hacer mucho ruido o exhibir cosas muy raras para entretener a la gente.

—Yo siempre he dicho que cuando a Armenia entren más libros que botellas de licor, ese día podremos jactarnos de ser un pueblo culto —opinó Germán.

—Los libros no dan plata don Germán —rebatió Miguel Mejía, un hombrecito ágil de cuerpo toda- vía, cuya especialidad era la venta de seguros.

—Porque la gente aquí tiene otras adicciones que no son precisamente la lectura —concluyó Alfonso.

— A esta ciudad lo que le hace falta es una buena biblioteca —aseveró monseñor Ordóñez.

—Biblioteca ¿pequé monseñor? Si ya hay una muy buena en Calarcá —descartó don Argemiro.

—Doctor Ramírez —respondió Germán con impaciencia— los libros no son un decorado que se coloca en los estantes de una biblioteca para que la gente goce con su vista. Esos libros tienen un oficio, y es el de educar a quienes los leen.

La señorita Matilde llamó al orden a los cada vez más agitados miembros de la Junta.

—¡Señores, concentrémonos en las fiestas.

—¡Aquí lo único importante es el negocio. Si hay buen entretenimiento, trago, reinas, entonces habrá turistas y si hay turistas entonces habrá mucho dinero para bibliotecas y esas cosas!

Alfonso consideró que había llegado la hora de la verdad y así se lo dejó saber a su compañero de labores.

—A Alfonso se le ha ocurrido una idea genial, que implementada sería la salvación de nuestras fiestas que ya empiezan a pecar de aburridas —dijo Germán sazonando con suspenso sus palabras. El anuncio logró cautivar la atención del heterogéneo grupo.

Germán Gómez se regodeó en una pausa. El periodista respiró profundo, se pasó la mano por los cabellos, preparó su actitud más elocuente y misteriosa para decir:

—Mi compañero y estimado amigo, don Alfonso Valencia  piensa que ya es hora de buscarle un personaje simbólico a la ciudad. Un personaje de carne y hueso, que represente a Armenia como José Dolores a la patria.

Durante un tiempo considerado prudente, sus escuchas evaluaron la propuesta.

—¿Y quién mejor sino el alcalde? —propuso la señorita Matilde, evidente admiradora de las ahora decadentes gracias físicas de don Argemiro.

—¡No! Alguien más colorido que el alcalde —dijo Alfonso.

—Entonces, ¡tendrá que ser militar, o religioso! —dijo el alcalde para el agrado del señor obispo.

—Nadie que vista de uniforme —aclaró Germán.

Como no se atrevieran los demás a exponer nuevas ideas, Germán conminó a Alfonso a que continuara.

—Me refiero a un personaje como el que se estila en los carnavales de las grandes ciudades —dijo el periodista buscando apoyo en la mirada divertida de su amigo.

—¿Por qué entonces no nombramos al hombre más ilustre de la ciudad? —sugirió Mejía.

—¡Cierto! y el más rico. Le pediremos que financie él mismo la carroza exclamó animado don Argemiro.

—¡No!  —rechazó Alfonso—. ¡Ese señor está muy anciano! De pronto se nos muere en el desfile. —Y, ¿como en quién está usted pensando, doctor? —preguntó don Elías, el presidente de la junta, un anciano de apariencia patriarcal que había guardado atento y cauteloso silencio antes de que le hincara la curiosidad.

—En una persona que cuando los turistas nacionales le vean digan: ¡ésa es Armenia!

—¡Una especie de Tigrero! —se atrevió a exclamar entusiasmado el vendedor de seguros.

—Un héroe, un líder, un pionero … —aportó inspirado el anciano Secretario de Obras Públicas.

—No necesariamente —dijo Germán dando pie a otras respuestas.

—¡Una reina de belleza!

—Pero si todos los años tenemos una —dijo un fulanito de entre la agrupación que a duras penas respiraba para dar señales de vida.

—¡Por eso!-afirmó Alfonso —esa persona debe tener un carácter menos transitorio que el de las reinas de belleza. Tiene que ser… digamos… un personaje por si solo.

—Y, ¿a quién sugieren ustedes por ejemplo?  —preguntó ya curioso a muerte el alcalde.

—Julio César Cardona —dijo Valencia anticipando la reacción colectiva.

—¡¡¿Julio César Cardona?!!  —exclamaron a coro.

Congeladas en sus caras la expresión, el alcalde y el obispo esperaron a que los hombres se retractaran y confesaran que se trataba de una broma. Una broma repelente y cruel pero en fin, una broma.

—Sí. Julio César Cardona —confirmó Gómez con una seguridad que empezó a petrificar los rostros de las autoridades eclesiásticas y civiles tornándolas en estatuas de la gravedad.

—Pero, ¿cómo se les ocurre? —cuestionó la señorita Matilde con severo tono.

—¡No! ¡Esperen! —dijo el vendedor de seguros.

—Yo creo que la idea sí podría funcionar. ¿No se dan cuenta? A la gente le encanta que le tomen el pelo cuando está de fiesta. ¡Y hasta paga por eso!

—¡Sí, pero está en juego el prestigio de la ciudad! —dijo al borde del infarto el anciano de Obras Públicas.

—¡Carnavales son carnavales! —fue el argumento de Mejía y de quienes le apoyaron.

—La gente se disfraza de loca de todos modos —simplificó la señorita Matilde.

Con el signo de billetes ahora de por medio, la idea fue gradualmente asimilada. Las posibilidades de lucro tuvieron el feliz efecto de reanimar la atmósfera. Y la idea se aprobó por entusiasta mayoría.

—¡La gente se va a ir de espaldas cuando se enteren de esta insensatez! —opinaron dos de los tres miembros que se opusieron a la idea.

—No sean pesimistas —dijo don Argemiro— ¡piensen en la plata! Y dirigiéndose a los ideólogos, suplicó: —Háganme el favor de asegurarse que ese loco se aparezca discretamente vestido el día del desfile.

La Junta

gloriaentreJulio César Cardona, alias Cuajada, alias conde del jazmín fue un personaje que atrajo la curiosidad de los quindianos por buena parte de la primera mitad de siglo. La imagen del hombre que vino por el camino de Calarcá, continúa alimentando la imaginación de los que presenciaron alguna vez a ese espíritu burlón en plena acción.

Ahora con la nueva producción – en su edición norteamericana – del relato de Gloria Chávez Vásquez (revisada y aumentada) el conde parece cobrar vida para seguir dando que hacer a las mentes imaginativas. El libro, de 136 páginas,  acaba de ser publicado por Herencia Books, una editorial especializada en la narrativa de autores que como la escritora colombiana, aportan a la riqueza cultural hispanoamericana con sus historias.

Gloria Chávez Vásquez reconoce haberse inspirado de la misma manera que el personaje de Amanda en uno de los capítulos de Cuajada. “Yo tenía unos cuatro años cuando ví por primera vez al conde pasar por la calle frente a mi casa. Desde entonces jamás pude borrar aquella imagen de mi mente: un hombre vestido de manera inusual, con una sonrisa misteriosa, seguido de niños y de adultos.” El magnetismo de Julio César Cardona no podía pasar desapercibido así como así por la niña que después se convertiría en escritora.

              Lo mas curioso de este encuentro que trascendió el tiempo y la distancia, es que  pasó a convertirse en el ícono con el que la autora de Cuajada representaría mas tarde la antítesis de una sociedad en conflicto con su propia naturaleza.

¿Qué hay de particular en la historia de Julio César Cardona, como para que ud. decidiera dedicarle un libro?

Su personaje del conde fue un suceso extraordinario en un pueblo que se convirtió en ciudad casi prematuramente. Los fundadores poblaron a Armenia poseídos por un gran ímpetu. Julio César Cardona llega al Quindío desde su tierra natal, Manizales, cargado de una experiencia que compartió con los armenios de una manera muy original. Pero contrario a muchas otras locuras, la de Cardona era una locura creativa. Quizás en su vida íntima no lo fuera tanto. Talvez, el individuo se debatiera a brazo partido con sus demonios, pero lo que es a la sociedad donde vivió le ofreció un aspecto positivo, casi mágico. Pregúntele a los niños que lo vieron pasar o que formaron parte de ese séquito cómico en el que marchaba Cardona representando uno de los muchos papeles que interpretó periódicamente y a lo largo de su vida.

¿Por que cree que le dejó a usted tan honda huella?

A lo mejor porque al verle por primera vez, la impresión constituyó en principio un misterio que traté de explicarme a medida que crecí y viví. La explicación se fue hilando de una manera lógica. Lo que al comienzo solo podía explicarse como un producto de la fantasía, se tornó ciencia a medida que la educación cobró su efecto. Cuando estudié sicología de lo anormal, entonces pude entender muchas cosas. Por otra parte, y cuando comenzó a formarse el libro, empecé a ver detrás del personaje de Cuajada toda una simbología. Cuajada era como un catalizador, como un lente refractario, frente al cual estábamos todos los habitantes del lugar donde él vivió.

¿Es Cuajada un libro crítico de la violencia?

En sumo grado. Julio Cesar Cardona, un hombre pacífico comparte lugar y tiempo con los eventos mas violentos de nuestra historia. Mientras la gente lo tilda de loco, hay hombres destruyendo a otros, víctimas del odio, del rencor, de un síndrome que parece engranado en nuestra manera de ser, en nuestra naturaleza. Yo comprendí mucho sobre el origen de la violencia escribiendo ese libro.

¿Cree usted que la violencia es un problema cultural o natural?

Para mi la violencia es una expresión de las frustraciones de la gente, exacerbadas por las pasiones, los eventos y la ingestión de químicos como el alcohol, la coca, y hasta el esmalte de uñas. Los quindianos son gente apasionada y creativa, sin embargo, el hecho de que muchas personas, por una razón u otra no aprenden a canalizar esas fuerzas vitales, hace que a la primera oportunidad -una rencilla, una pelea, un disgusto – la persona quiera, como decimos, matar y comer del muerto. Es como si regresáramos a lo básico, a lo instintivo. Como si nos convirtiéramos en fieras. Este es un estudio, un conocimiento que las personas debemos aceptar para aprender a controlarnos, a ser menos destructivos, a propiciar mas el diálogo y empezar a vivir en paz, primero con nosotros mismos y luego con los demás.

Uno de sus personajes piensa que una de las razones para que los quindianos sean tan reactivos es el café, ¿opina usted lo mismo?

Yo crecí oyendo especular sobre los efectos del café en el ánimo de la nación en general. Talvez la combinación de cafeína, monocultivo y precios cafeteros sea una fórmula un poco explosiva.

¿Cuál sería la solución?

Cuando visité a Colombia hace dos años ví que ya habían agricultores sembrando una variedad de productos atraídos quizás por los precios de la exportación. Si se siembra pensando primero en las necesidades nacionales y después en los lujos del mercado exterior esa es una solución, pero si por el contrario eso promueve el alza de precios y la escasez de productos agrícolas, entonces el remedio ha sido peor que la enfermedad.

¿Cuánta fidelidad hay en su relato?

La que permiten los recuerdos, los testimonios de la gente. En realidad Cuajada no pretende ser una biografía del hombre ni de los habitantes de Armenia. El relato es un híbrido encaminado a ilustrar el conflicto de un hombre que convirtió en espectáculo su tragedia y que vivió el resto de su vida en medio de un ambiente que puede considerarse en ciertos aspectos también, de locura.

¿Por qué ha despertado Cuajada el interés de lectores de otros países?

Porque para personas de otras nacionalidades, Cuajada es una novedad. Un personaje que retrata y refleja la idiosincrasia y los problemas de un pueblo, no ya el armenio solamente sino también el colombiano. Cuando un lector de otro país lee a Cuajada, de inmediato se lanza a la búsqueda en su memoria de sus loquitos propios. Algunas veces los encuentran, como los cubanos en su colorido Caballero de París (que según dicen era francés)  pero en otras ocasiones su folclor carece de lo que nosotros los colombianos tenemos por montones, es decir, locos narradores, locos dramáticos, locos artistas, locos pero no brutos. Eso como que va a demostrar mi hipótesis (basada en la de otros tal vez) de que la locura, la violencia y la creatividad están muy conectadas entre sí.

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